No por esperada resultó menos sorprendente. Aunque desde meses antes de la elección las estimaciones de intención de voto arrojaban una ventaja significativa para Andrés Manuel López Obrador, candidato presidencial de la coalición Juntos Haremos Historia, su victoria con más del 50 por ciento de la votación nacional representa un inesperado resultado de la jornada del 1º de julio. Desde luego no ha sido la única sorpresa de la jornada, pero sí la que tiene mayor proyección nacional y la que de hecho ordena el resto de los resultados electorales.
En el lenguaje político y periodístico anglosajón, se llama una “landslide victory” a aquella victoria electoral que resulta arrasadora y que tiene la capacidad de reorientar la política subsecuente. Podríamos traducir la expresión como una avalancha o un alud electorales. La Wikipedia, que resulta útil en estos casos, nos recuerda que se trata de una victoria de un candidato o partido que se alza con una supermayoría respecto de sus adversarios, a los cuales hace prácticamente desparecer del panorama competitivo. Además, dice esa fuente electrónica, es propio de esas avalanchas electorales que se conviertan en un punto de inflexión que conduce a cambios mayores en el sistema político.
La noche del 1º de julio, la ciudadanía esperaba que los resultados del Conteo Rápido del INE previstos para las 23 horas fueran la fuente de información confiable para conocer las tendencias de la elección presidencial de esa noche. Sin embargo, a partir de las 20 horas, con puntualidad inglesa, empezaron a circular los resultados de las encuestas de salida de algunas firmas demoscópicas autorizadas por el propio INE para ese tipo de ejercicios. Aunque no habrían de tener la precisión del Conteo Rápido por no estar fundadas en los datos directos de la votación sino en el testimonio de una muestra de votantes, estas encuestas refrendaban lo que los sondeos previos a la elección habían proyectado: que López Obrador habría alcanzado más del 40% de los votos y que la distancia respecto de sus adversarios era insalvable.
La aparición en los medios de los candidatos Meade y Anaya precipitó la difusión de la información. Antes de las 21 horas, la opinión pública sabía que había ya un candidato ganador y esto era reconocido por los dos principales contendientes e incluso por el candidato independiente.
Sin embargo, la avalancha electoral se perfiló con los resultados del Conteo Rápido. Mientras que, por ejemplo, la encuesta de salida de Consulta Mitofsky para Televisa daba al ganador un rango de entre 43 y 49% de la votación, los datos ofrecidos por el Consejero Presidente del INE fueron muy superiores: Lorenzo Córdova comunicó que la previsible victoria de López Obrador sería con un porcentaje de 53 a 53.8 de la votación. El conteo daba una decena más de puntos al candidato ganador. De este modo, el cambio cualitativo apareció con este resultado que, como veremos luego, tendría implicaciones en otras elecciones paralelas.
La previsión del comité de expertos del INE fue de una asombrosa exactitud. El cierre del Programa Electoral de Resultados Preliminares en la noche del 2 de julio confirmó lo anunciado por el Conteo Rápido: el candidato virtual de la presidencia se levanta con un 52.96% de los votos.
En efecto, el 1º de julio se generó una avalancha electoral, nuestra particular versión del landslide de los anglosajones.
Se suele decir que la vocación democrática de los contendientes políticos se muestra no en el triunfo sino en la derrota. El ex presidente de gobierno español Felipe González solía decir que lo que hace demócrata a un político no es que triunfe sino que acepte sin cortapisas que ha perdido.
La verdad es que en nuestro país esa práctica de reconocimiento democrático de la derrota, ese acto de civilidad política, nos parecía una envidiada tradición de otros sistemas electorales pero muy difícil de concebir en nuestra realidad.
Por ello ha sido un acto original y novedoso la aparición de los candidatos perdedores frente a los medios de comunicación para reconocer su derrota apenas se cumplía la hora de cierre de las casillas en el país. Sin ambigüedad, sin retruécanos y con civilidad, primero José Antonio Meade y luego Ricardo Anaya reconocieron tanto su derrota electoral como la victoria de López Obrador. No sólo eso, extendieron a éste una felicitación y manifestaron su intención de apoyar al nuevo gobierno en la agenda de temas nacionales en la que pudieran coincidir. Ni siquiera fue necesario esperar a los resultados oficiales del Conteo Rápido del INE, pues bastó con disponer con las proyecciones de las encuestas de salida.
La aparición inmediata de los candidatos presidenciales perdedores es inédita en la corta democracia mexicana y puede verse como un hecho histórico. Sólo puede hallarse algo parecido en las elecciones presidenciales del año 2000, cuando Vicente Fox terminó con siete décadas de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional. No obstante, aunque su triunfo fue reconocido esa noche por el entonces Presidente de la República, Ernesto Zedillo, y por el candidato del PRI derrotado, Francisco Labastida, las apariciones de ambos políticos fueron tardías y tironeadas todavía por los conflictos interno del partido perdedor. En el caso actual, la oportunidad de las declaraciones de los perdedores e incluso su disposición a apoyar la gestión del nuevo presidente distendieron de manera inmediata el ambiente de una noche electoral que amenaza con ser conflictiva.
La aceptación de la derrota no es un acto de mera cortesía. Es una expresión de lealtad al sistema de instituciones que hace posible la elección pacífica de los gobernantes mediante el voto soberano de los ciudadanos, es decir, de lealtad a la democracia misma. Durante mucho tiempo, la negativa inmediata a aceptar los resultados electorales y la denuncia de supuestos fraudes ha sido parte del repertorio estratégico de nuestra clase política. Ojalá esta actitud de los candidatos derrotados, por cierto registrada con mucho agrado por la ciudadanía, impulse un cambio de conducta de los partidos y sus candidatos ante los resultados electorales. Esto no implica sugerir que se acepte cualquier resultado sólo por serlo, sino que se considere que cuando no hay razones para el rechazo, lo que debe abonarse es la lealtad a las instituciones democráticas.
Es posible que el tono conciliador del discurso del candidato ganador en esa misma noche tuviera algo que ver con la buena disposición expresada por los candidatos derrotados. En todo caso, el resultado positivo de estas conductas no se refleja sólo en el ambiente de civilidad que pueden abonarse con ellas, sino en la estabilidad política y social a la que tales gestos contribuyen de manera decisiva.
Uno de los efectos simbólicos del presidencialismo mexicano es que tiende a desdibujar otras dimensiones de la representación política que pueden ser cruciales para la integración y ejercicio de la autoridad pública. Tal es el caso de la avalancha electoral de la presidencia de la que ya hemos hablado. La supermayoría que alcanzó el candidato López Obrador para la titularidad del ejecutivo federal ha escondido en cierta medida otra transformación de similares alcances: la que se dará en el Congreso de la Unión.
En efecto, siendo México una república representativa sujeta a la división de poderes, la otra ruta en la que se juega la representación es en la elección de legisladores. En el caso de las elecciones federales del 1º de julio, se ha perfilado una muy novedosa distribución de las bancadas partidistas.
Lo primero que debe resaltarse es que los partidos tradicionales -PAN, PRI, MC, PRD, PVEM, PANAL- sumarán menos del 50% de los escaños de la Cámara de Diputados. Esto significa que, aun actuando de consuno, no podrían ganar ninguna votación parlamentaria a la nueva mayoría.
Según cálculos de la siempre precisa consultoría Integralia (El Financiero, 5 de julio de 2018), el partido Morena obtuvo más del 37% de la votación para la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión. Si a esto se le asuma el aporte de sus aliados en la coalición Juntos Haremos Historia (PT y PES), supera el 40% de la votación para esta cámara. La traducción en diputaciones de esta mayoría es también abrumadora: esta coalición se queda con unos 220 de los 300 distritos uninominales –también llamados de mayoría relativa- (equivalente a un 73% de las diputaciones de mayoría relativa). Si a este resultado se suma la franja de diputaciones que le será asignada por representación proporcional, los partidos de Juntos Haremos Historia dispondrán del 60% de los 500 diputados de la Cámara.
Esto implica que, en cuestiones de legislación regular, la coalición ganadora dispondrá de una mayoría automática que le permitirá solventar su agenda política sin mayor problema de trámite parlamentario. Pero más importante aun es que con este porcentaje se sitúa muy cerca de la mayoría calificada (que exige dos terceras partes de legisladores), lo que le permitirá tanto aprobar nuevas reformas constitucionales como revertir los contenidos constitucionales que ya existen.
Desde las elecciones de 1997 no había surgido una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. Desde entonces, el país había funcionado sobre a base de un estricto sistema de contrapesos legislativos al poder Ejecutivo, lo que llevaba a la negociación de prácticamente toda iniciativa de ley. La nueva mayoría permitirá una sintonía, y probablemente la instalación de una correa de transmisión, entre la Presidencia y la Cámara. Como veremos, algo similar sucederá en el Senado de la República.
Se trata de una situación novedosa para las últimas décadas de la política mexicana. Y seguramente acarreará resultados también novedosos.
Si registramos una supermayoría en la elección presidencial de este año, con más del 53% de la votación a favor del candidato Andrés Manuel López Obrador, y si registramos un alud en la conformación de la Cámara de Diputados, donde la coalición Juntos Haremos Historia logró colocar a un 60% de las quinientas diputaciones que la conforman, no debería extrañarnos que esta coalición haya obtenido también una amplia mayoría en el Senado de la República. Conforme al cálculo de la distribución de escaños en el Senado que aparece en el documento “Información preliminar de la eventual integración de la LXIV Legislatura” del INE, la coalición “Juntos Haremos Historia” (Morena-PT-PES) alcanzaría 69 de las 128 senadurías, lo que le otorga una mayoría absoluta (superior a la suma de sus opositores) aunque sin alcanzar aun la mayoría calificada requerida para los casos de reforma constitucional que es de las dos terceras partes del total.
Debe recordarse que también en la distribución de los escaños del Senado rige el principio de representación proporcional, por lo que las 32 senadurías electas por este principio tendrán que ser confirmadas por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, aunque difícilmente se alterará la distribución calculada.
De todos modos, esta sólida estimación preliminar prevé que el segundo y tercer lugares en esta cámara sean ocupados respectivamente por las coaliciones Por México al Frente (PAN-PRD-MC) con 38 senadurías y Todos por México (PRI-PVEM-PANAL) con sólo 21 senadurías.
Este último dado es relevante: en la conformación de la actual LIII Legislatura del Senado, la mayoría la ocupa el PRI con el 43% de senadurías; le siguen el PAN con un 27%, el PT con un 15%, el PRD con un 5% y el PVEM con un 4%, más un 7% sin grupo parlamentario. En esta conformación debe destacarse que buena parte de las senadurías del PT y de los las no adscritas a grupo parlamentario se alimentaron fundamentalmente de las defecciones de senadores del PRD, lo que en algún sentido conformaba el grupo de lo que será ahora la bancada de Juntos Haremos Historia en general y de Morena en particular.
Se prevé que 63 de las 128 senadurías correspondan a mujeres, lo que equivale a un 49.22% para ellas y un 50.78% para los hombres, lo que prácticamente inaugura la paridad de género en esta cámara, que era la más rezagada en esta materia.
La disposición de la Presidencia de la República y de la mayoría en las dos cámaras del Congreso de la Unión, más los avances en gubernaturas y congresos locales, le dan a Morena el papel de nueva mayoría política del país, una categoría no vista en México desde 1997. A la construcción de esta mayoría se le ha empezado a denominar el tsunami electoral de 2018. En efecto, un alud, una avalancha, un landslide o un tsunami, en cualquier caso, es un cambio histórico en la política contemporánea de México.
Conforme se van digiriendo los abultados resultados electorales del 1º de julio, empiezan a aparecer datos que dan cuenta de otras consecuencias relevantes de esta jornada histórica. Una de éstas es que, por primera vez en la historia mexicana, el Congreso de la Unión contará de hecho con una paridad de género entre legisladoras y legisladores.
Este no ha sido un resultado accidental o inercial. Como ya hemos comentado antes, si se hubiera dejado la meta de la paridad a un desarrollo espontáneo, habríamos tardado alrededor de medio siglo en alcanzar este tipo de distribución. Como ha explicado Esperanza Palma, en 2002 se hizo obligatorio que las candidaturas de un género no excedieran un 70% del total, generándose una cuota de 30% de candidaturas para mujeres (se habla de un género en abstracto, pero lo cierto es que la mayoría correspondía históricamente a los hombres). En 2008, se elevó la cuota mínima a un 40% y se hizo obligatorio que las mujeres fueran propietarias en las planillas y no suplentes. Finalmente, en 2015 entró en vigor la obligación de paridad de género en las candidaturas, con el agregado de posiciones alternas entre mujeres y hombres en las listas de representación proporcional tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados (Palma, E. “Tensiones en torno a la interpretación y aplicación de las cuotas de género y la paridad” en Rodríguez Zepeda y González Luna, Para discutir la acción afirmativa, vol. 2, Universidad de Guadalajara, 2017). Así que estamos ante un resultado que proviene de una ingeniería constitucional, legal, administrativa y jurisdiccional que ha sido intencional, progresista y antidiscriminatoria.
Salvo correcciones que provengan de los recursos ante el Tribunal Electoral, 239 de las 500 diputaciones federales quedará a cargo de mujeres, mientras que 63 de las 128 senadurías también recaerán en mujeres. Esto implica que en la Cámara de Diputados el 47.8% de las curules será ocupado por mujeres y que en el Senado de la República la proporción subirá a 49.22% de escaños. La desviación respecto de una ideal distribución por mitad entre hombres y mujeres (50% cada género) es marginal, por lo que pude afirmarse ya que la paridad de género se ha instalado en la representación política federal.
Si las dos cámaras del poder legislativo federal se han parificado en género, qué decir entonces de la Presidencia de la República. En efecto, no hay norma legal que obligue a la presencia de candidatas para las candidaturas al poder ejecutivo federal. Tan no la hay, que a la recta final del proceso electoral llegaron sólo cuatro candidatos varones.
Aunque parece una ruta complicada y hasta quimérica la de obligar por ley a que haya candidaturas de mujeres en la boleta presidencial, no deberíamos olvidar que hace menos de dos décadas amplios sectores de opinión consideraban absurdo que hubiera cuotas de género en las candidaturas para los congresos.
En virtud de su facultad de atracción, el INE estableció en 2017 la obligación de que los partidos políticos se ajustaran al principio de paridad de género en la postulación de candidaturas para todos los cargos de elección popular a nivel local, lo que incluyó a las presidencias municipales y, en el caso de la Ciudad de México, a las alcaldías, todas las cuales son formas de poder ejecutivo. Así que existe una ruta abierta para la plena paridad de género en la representación política que no habría que desatender.
Muchos creemos que una alternancia de género es lo que haría falta en México para mostrar que la consolidación democrática es estable y profunda.
El domingo 8 de julio, al cierre de las jornadas de conteos distritales que arrancaron el miércoles 4 de julio en los 300 distritos electorales del país, el Instituto Nacional Electoral estuvo en posibilidad de declarar los resultados virtualmente definitivos de la jornada electoral federal del domingo 1º de julio. Se trata, por cierto, de resultados virtuales porque en toda elección la palabra final la tiene el Tribunal Electoral, aunque en el caso de la supermayoría alcanzada por el candidato de la coalición Juntos Haremos Historia, se antoja inviable cualquier reclamo al respecto.
Según resultados ofrecidos por el Secretario Ejecutivo del INE, Edmundo Jacobo, una vez concluido el conteo y recuento de votos oficial, se confirmó el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, candidato presidencial de la coalición Juntos Haremos Historia, en la elección de presidente de República, al obtener 30 millones, 113, 483 votos. Esta cifra es histórica y representa el 53.1% del total de los 56 millones 508, 266 sufragios emitidos. Como han señalado diversos especialistas, aun si en México existiera una regla de segunda vuelta en la elección presidencial, ésta no habría sido aplicable al obtener López Obrador más de la mitad de los sufragios.
Conforme a los datos oficiales del INE, Ricardo Anaya Cortés, candidato de Por México al Frente, ocupó el segundo lugar con el 22.2% de la votación, equivalente a 12 millones 610, 120 votos, y José Antonio Meade Kuribreña, candidato de Todos por México, ocupó el tercer lugar, con el 22.2%, equivalente a 9 millones 289, 853 sufragios.
La concurrencia de los ciudadanos a las urnas fue de 63.42 por ciento de la Lista Nominal de Electores. En un país donde el voto es voluntario y no se prevé sanción por no ejercerlo, esta última cifra habla de una participación mayúscula que muestra el compromiso práctico de la ciudadanía con la democracia representativa que tanto esfuerzo nos ha costado construir.
Hay que decirlo: el trabajo del INE en la organización electoral permitió transparentar el mayoritario apoyo ciudadano a la candidatura de Andrés Manuel López Obrador. Pero también habría tenido que transparentar otros resultados si la preferencia ciudadana hubiera sido distinta. La declaratoria de mayoría es aceptable no porque haya ganado López Obrador, sino porque esa mayoría que él representa es la expresión democrática de la ciudadanía.
El virtual presidente electo expresó muchas veces una profunda desconfianza en las autoridades electorales y descalificó con frecuencia, incluso a título personal, a los árbitros de esta contienda. Sería de justicia que, de modo similar a como ha expresado un discurso de responsabilidad institucional desde la noche del 1º de julio, pudiera reconocer que las autoridades electorales han actuado con objetividad, imparcialidad y sentido democrático desde el inicio del proceso electoral e incluso antes. Todo candidato presidencial tendría que haber hecho ese reconocimiento incluso si no hubiera sido el triunfador.